
El derecho individual y la IA
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Durante una visita reciente a China como parte de una delegación de emprendedores de Argentina y Chile, invitados por la Fundación Cruzando, me llamó profundamente la atención la forma en la que se desarrolló el programa de reuniones y visitas que tuvo lugar durante casi dos semanas. De manera sistemática y profesional cada actividad era documentada y amplificada a través de las redes y medios disponibles, con un trato digno de una delegación presidencial. No se trataba solo de hospitalidad: en cada ciudad que visitamos un equipo nos recibía con protocolo preciso, fotos grupales frente a banderolas institucionales, recorridos guiados por hitos locales, entrevistas para medios oficiales e invitaciones a dejar testimonio en cámara. Este patrón, de origen milenario y que se repite con precisión milimétrica, refleja algo mucho más profundo que una cortesía diplomática. En China, todo está diseñado para construir y proyectar narrativa, tanto hacia afuera como hacia adentro.
Esto responde a una estrategia conocida como soft power, o poder blando, un concepto popularizado por Joseph Nye, cofundador de la teoría del neoliberalismo de las relaciones internacionales,
que se refiere a la capacidad de un país para influir en otros no mediante la coerción o el dinero, sino a través de su cultura, valores, prestigio y redes de cooperación. China ha adoptado esta idea, pero con características propias. Para el Partido Comunista, mostrar al mundo una imagen amable, abierta, moderna y respetada es clave para fortalecer su legitimidad interna. Pero no solo el Estado central participa en esta estrategia. Las provincias, municipios y zonas económicas especiales también compiten por visibilidad y validación, sabiendo que una buena imagen puede atraer inversión extranjera, turismo, hermanamientos internacionales y mayor asignación de recursos desde el centro. En un país tan vasto y con altos niveles de centralización, el posicionamiento simbólico de cada región es parte de su desarrollo real.
Por eso, lo que podría parecer una simple puesta en escena —la foto grupal, la entrevista para el canal local, el obsequio protocolar— tiene un valor político y económico concreto. Se trata de señales de apertura, confianza y modernización que ayudan a construir reputación y atraer oportunidades. Y, desde luego, todo esto se documenta, se publica y se archiva: tanto en plataformas chinas como WeChat y Weibo, como en medios estatales que replican los encuentros como prueba de que China mantiene relaciones “armoniosas y mutuamente beneficiosas” con América Latina.
Este énfasis en la ritualidad también se explica por el peso del confucianismo en la cultura china. En esta tradición, los actos simbólicos (礼, lǐ) no son gestos vacíos, sino mecanismos de afirmación del orden, jerarquía y armonía. Mostrar respeto, recibir bien, formalizar los vínculos, repetir ciertos protocolos: todo eso tiene sentido dentro de un marco cultural donde la forma es también fondo. Los visitantes extranjeros no son solo observadores; son parte activa de un guion diplomático donde su presencia y testimonio ayudan a fortalecer el relato de un país respetado y conectado con el mundo.
Comprender esto no implica desconfianza ni cinismo, pero sí una mirada informada. En China, lo simbólico es estratégico. Cada paso está pensado, y el visitante pasa a formar parte de una narrativa que busca proyectar poder sin imponerlo. Y en un mundo donde la percepción es capital, el soft power —a veces invisible para el ojo occidental— se convierte en una herramienta silenciosa pero muy efectiva de influencia. ¿Tendremos algo que aprender en Occidente de esta política de Estado?
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