
En la era de la disrupción, aferrarse al crecimiento lineal es una forma silenciosa de retroceder. Es la forma en la cual estaban acostumbrados a hacerlo nuestros padres, antes de la llegada de las tecnologías digitales. Primero un local, luego dos y al cabo de muchos años, una cadena de puntos de venta presenciales.
Mientras las tecnologías exponenciales transforman industrias, sociedades y hasta la propia naturaleza humana, pareciera ser que en Chile muchos siguen operando bajo un modelo mental propio del siglo XX: incremental, predecible, reactivo. Pero el siglo XXI no premia la seguridad del paso a paso. Premia a quienes se atreven a saltar.
La singularidad —ese punto en que el cambio tecnológico es tan acelerado que se vuelve impredecible— ya no es solo una teoría futurista. Con miras al próximo Summit de Singularity University, que se realizará en junio en nuestro país, cobran especial relevancia las palabras de sus fundadores, Peter Diamandis y Ray Kurzweil, quienes afirman que esta aceleración tecnológica es real, inevitable y llena de potencial. Tecnologías como la inteligencia artificial, la biotecnología, la computación cuántica y la energía solar están duplicando su capacidad y reduciendo sus costos a una velocidad exponencial. En ese nuevo paradigma, los cambios que antes tomaban generaciones ahora suceden en meses o pocos años. ¿Dónde está Chile frente a este fenómeno?
La paradoja es brutal: tenemos talento, conectividad, capital humano y acceso a conocimiento como nunca antes. Pero seguimos atrapados en una lógica de desarrollo basada en la administración de lo existente, en vez de la reinvención. Nos comportamos como si el futuro fuese una extrapolación del pasado, cuando en realidad se está escribiendo con códigos nuevos, impredecibles y vertiginosos. Peor aún, nuestras instituciones —públicas y privadas— siguen evaluando el riesgo como amenaza, no como combustible de transformación.
La singularidad no es solo tecnológica. Es también mental, cultural y política. requiere un grado mayor de audacia. Exige de los países una capacidad inédita para adaptarse, pero también para anticiparse. Exige líderes capaces de pensar en sistemas complejos, de colaborar más allá de las fronteras sectoriales, de diseñar políticas y modelos de negocio que abracen la incertidumbre en lugar de temerla.
Chile no está condenado a ser un espectador. Pero sí corre el riesgo de ser irrelevante si no da un giro profundo. No basta con reformar la educación: hay que rediseñarla desde cero para un mundo donde el conocimiento se actualiza cada semana. No basta con digitalizar el Estado: hay que reinventar su rol como orquestador de ecosistemas de innovación. No basta con atraer inversión: hay que cultivarla desde dentro, creando capacidades propias que permitan a Chile generar tecnología, ciencia y soluciones con valor global desde sus propias realidades.
La pregunta no es si podemos ser un país desarrollado. Es si seremos un país singular. Si seremos capaces de entender que lo que está en juego no es el siguiente punto porcentual de crecimiento, sino la habilidad de adaptarse a una curva que se escapa del horizonte. Pensar exponencialmente no es sólo una estrategia de competitividad. Es una postura ética ante el futuro: o nos subimos a la ola del cambio o quedamos atrapados en la orilla de la irrelevancia.
Los desafíos del presente —crisis climática, envejecimiento poblacional, migración, automatización laboral— no se resuelven con parches. Exigen una visión radical. No una visión ciega de optimismo tecnológico, sino una comprensión profunda del poder que tienen las tecnologías exponenciales para amplificar tanto los problemas como las soluciones. Y ahí es donde Chile tiene una oportunidad histórica: construir un modelo propio de desarrollo, uno que no copie a Silicon Valley, Israel ni a Estonia, sino que aprenda de ellos para diseñar algo nuevo, audaz y contextual.
Para ser exponencial es necesario dejar de administrar el presente y atreverse a diseñar el futuro. Transformar los miedos en desafíos colectivos y el talento en impacto real. La singularidad no espera. La pregunta es si nosotros seguiremos esperando.