Un padre de familia le pedía ayuda a Dios de la siguiente manera: «Señor, sabes que estamos necesitados y pasamos penurias. Por favor, haz que me gane la lotería». Pero eso no sucedía, a pesar de lo cual el hombre no dejaba de implorar una y otra vez el ansiado premio. Hasta que un día, en medio de su plegaria, oyó una voz profunda que le dijo: «Por favor, compra algún número de lotería».
Nos gusta vivir esperanzados. Es nuestro combustible que nos dota de sentido a nuestras vidas y, de esta forma, lo bueno que nos sucede adquiere mayor relevancia y lo disfrutamos más. Brené Brown, destacada académica estadounidense, escritora de varios best sellers, dice que «necesitamos esperanza como necesitamos el aire». Pero ojo, si no ponemos de nuestra parte, como en el ejemplo de la lotería, nada sucederá.
La esperanza es una de las cosas que más moviliza a las personas y es un agente de cambio en nuestras vidas. Es un sentimiento presente direccionado hacia un resultado futuro. Esperar que te vaya mejor en la vida, en tu matrimonio, en tu nuevo emprendimiento e incluso ganarse la lotería, son cosas naturales que todos hemos vivido; parece ser lo razonable para darnos fuerza y motivación para avanzar. Podríamos decir que la esperanza es la expectativa que se tiene respecto de los resultados de algún suceso o una actividad que se emprende.
Pero sentarse a esperar que las cosas cambien por sí mismas es peligroso, porque el poder se entrega a lo externo, normalmente a otro. Pareciera ser que la esperanza nos pone del lado del espectador y, en determinadas ocasiones, se relaciona con un intento de superar el miedo.
Pero, ¿qué pasa cuando nos despojamos de toda esperanza?
Ocurre lo contrario. La esperanza viene de la idea de esperar algo, en vez de entrar en acción para hacer que las cosas cambien. El abandonar toda esperanza es renunciar a las expectativas y deseos egoístas que, al fin y al cabo, causan sufrimiento y resentimiento con el otro porque no hizo lo que yo esperaba. En este sentido, la esperanza mal orientada refuerza la falsa creencia de que la vida no es justa, apuntando a algo externo para la resolución de todos tus males.
Si nunca pedí algo, ¿qué me da derecho a esperar ese algo del otro? Las expectativas, la mayoría de las veces, son cosas no dichas, lo que nos lleva al plano de una mala o nula comunicación. Ahí nacen, cuando la expectativa difiere de la realidad, la rabia y el resentimiento, fuentes de emociones restrictivas que llevan a la necesidad de protegernos y en algunos casos incluso al deseo de venganza.
Pero la esperanza no es el problema. De hecho, es fundamental en nuestras vidas ya que es un estado de ánimo que nos moviliza a la acción, a ser protagonistas de nuestro destino. El problema es el apego emocional a ella. Ten esperanza, pero actúa en consecuencia de tus expectativas para que las cosas pasen.
En las culturas guerreras, como la de los samuráis por ejemplo, el código de bushido indicaba que una virtud para mantener la serenidad en todo momento era no tener miedo ni esperanza: «Una vez el guerrero está preparado para el hecho de morir, vive su vida sin la preocupación de morir, y escoge sus acciones basado en un principio, no en el miedo».
¡Quien nada espera, nada teme!