De todos los sentidos, la vista es, para mí, el principal. Ver con claridad es no sólo condición para vivir con autonomía y poder gozar de la belleza física de las cosas, sino que es fundamental para que los negocios sobrevivan.
Por alguna razón, es propio de los entusiastas y optimistas no ver con los ojos, sino que con el corazón. Eso los lleva o, mejor dicho, nos lleva, a ver atributos como los que veía Don Quijote en Dulcinea, que estaban sólo en la mente del protagonista de esta famosa obra de Cervantes.
De todas las distorsiones de la vista que puede sufrir un emprendedor o incluso un empresario consolidado (si existe tal cosa llamada consolidación, preámbulo muchas veces de una caída estrepitosa), la más dañina para su salud es el foco producto. El foco producto es concentrar la atención, propiamente, en el producto que acabamos de lanzar o que estamos en proceso de crear, como sucede con una madre orgullosa que descubre los atributos únicos e incomparables de su primer hijo. Esa mirada maternal, protectora y subjetiva, enamorada del producto, nos lleva a encontrar súper poderes en él; nos lleva a atribuirle propiedades curativas sin precedentes a la maleza pura y simple. Nos enamoramos naturalmente de nuestro hijo.
Si la empatía es la habilidad de ponerse en el lugar del otro, en este caso, en el lugar del cliente, el foco producto nace de una falta de empatía enorme. Es tan poco lo que me interesa la opinión de mis clientes que puedo invertir tiempo, recursos y esfuerzo en desarrollar productos que no sé si van a ser aceptados o adquiridos: eso es foco producto.
Menos es más, dicen. Y lo es aún más cuando se trata de cautivar a los clientes. No digo que el producto debe resolver poco, sino que debe abarcar poco; y debes estar disponible a desapegarte de lo que consideras extraordinario de tu producto cuando la evidencia te indica que lo que busca tu cliente es quizás lo contrario de extraordinario…