En la segunda mitad de los años 90, en Chile, una revolución silenciosa comenzaba a gestarse. Tuve la fortuna de formar parte de aquel movimiento, aunque en aquel entonces no era plenamente consciente del impacto que tendría lo que estábamos construyendo. Participé en la creación de los modelos digitales de terreno que servirían de base para levantar la infraestructura de telefonía móvil que hoy tenemos en el país, una innovación tecnológica que permitió a las compañías de telefonía celular identificar las ubicaciones óptimas para desplegar sus antenas y así brindar el incipiente servicio de telefonía personal celular en nuestro país.
Aquella iniciativa, que nació en esa época como un simple servicio de llamadas de voz, se ha transformado en algo mucho más trascendental en la actualidad. Nuestros teléfonos móviles son ahora mucho más que un dispositivo de comunicación. Son cámaras fotográficas, escáneres, enciclopedias, GPS, reproductores de música, despertadores, televisores y mucho más. El celular se ha convertido en una pieza fundamental en nuestras vidas, omnipresente en todo momento.
No obstante, este flujo inagotable de contenido nos ha llevado a una paradoja: no tenemos tiempo para estar y sentir fuera del ámbito digital. Todo lo que hacemos, cómo nos sentimos, nuestros gustos y preferencias, todo se expresa mediante un dispositivo electrónico. Sin embargo, paradójicamente, nunca antes nos habíamos sentido tan solos como ahora. Un estudio publicado en ScienceDirect con el título “Worldwide increases in adolescent loneliness” reveló que, en 36 de los 37 países analizados, los sentimientos de soledad entre los adolescentes habían experimentado un aumento drástico entre 2012 y 2018.
Es precisamente esa sensación de soledad la que lleva a los jóvenes (y a los no tan jóvenes) a llenar ese vacío en sus vidas con tecnología. El problema radica en que nuestros dispositivos móviles están secuestrando nuestra atención, y esa atención no es gratuita. La pagamos a cambio de acceso a programas y aplicaciones que, irónicamente, solo perpetúan este ciclo.
Cada vez más compañías y empresas están manipulando nuestra mente y captando nuestra atención con el objetivo de obtener información precisa sobre nosotros y comprender nuestra forma de pensar. Se invierten millones de dólares cada día con el fin de entender cómo pueden aprovecharse de nuestras vulnerabilidades mentales para introducirse en nuestra psique y someternos a comportamientos condicionados, como si fuéramos zombies atrapados en el mundo que han creado para nosotros.
Nos hemos convertido, sin darnos cuenta, en piezas de un engranaje mucho más grande, donde nuestro propio vacío nos ha llevado a depender de interacciones digitales, donde nuestras preferencias y comportamientos son meticulosamente analizados para influir en nuestras vidas, todo movilizado desde nuestro propio ego. Nos convertimos en los eslabones de una cadena que alimenta el ciclo de la monetización de nuestros datos.
Ya sabes, cuando te ofrecen algo de forma gratuita, es importante que reflexiones sobre cómo estás pagando por ello. No existe tal cosa como un almuerzo gratis. En este caso, estamos pagando con nuestra atención, con nuestra privacidad y, en última instancia, con nuestra autonomía y libertad.
Con el advenimiento acelerado de la inteligencia artificial, llegó el momento de cuestionarnos el rol que desempeña la tecnología en nuestras vidas y de ser conscientes de cómo nos afecta. No se trata de demonizarla, tampoco podemos ni quisiéramos retroceder, pero sí debemos tomar decisiones informadas sobre cómo queremos usar la tecnología, nuestros dispositivos y cómo permitimos que nos manipulen. Recuerda, siempre hay un precio oculto detrás de lo aparentemente gratuito.