Hace varios años, cuando tenía alrededor de 30, tomé la decisión de que quería aprender a volar, pero no en cualquier tipo de aparato. Sí, quería sacar mi licencia de piloto civil, para poder tener una perspectiva distinta del espacio y desarrollar nuevas habilidades, pero lo haría en una disciplina poco conocida y de mayor dificultad, la del «vuelo sin motor» o «vuelo a vela», en planeadores. Sin duda, un gran desafío.
Hay algo en mí que siempre me ha llamado la atención y siento que me caracteriza. Busco desafiarme siempre. En el colegio, siendo muy malo para el futbol, a la hora de organizar una «pichanga», buscaba quedar en el equipo «de los malos». Lo hacía por dos razones. La primera, para tener la opción de tocar la pelota alguna vez durante el juego y, la segunda, para que si mi equipo ganaba, fuese realmente un mérito, un logro importante, algo por lo cual valiera la pena celebrar.
Mientras hacía mi curso de piloto de planeador, recuerdo cuando en una fría mañana de invierno, alrededor de las 9 am, estaba despegando junto a mi instructor en uno de los últimos vuelos de instrucción antes de obtener mi licencia. Un avión con una cuerda nos debía remolcar a los 750 metros de altitud sobre la pista, donde debíamos soltarnos para seguir vuelo independiente, pero algo en ese vuelo no parecía estar bien. No lográbamos separarnos del terreno a más de 100 metros y eso indicaba algún tipo de falla, del avión o del planeador. El avión no ascendía como era habitual y no había mucho tiempo para análisis. Algo, sin duda, estaba mal, pero no sabíamos qué y la lógica decía que debía ser un problema con el motor del avión.
Mi instructor, sin avisarme, decidió soltarse del avión. Sentí como quedamos a la deriva a muy baja altitud, por lo que sólo atiné a soltar los mandos confiado en que, quien más sabía, tomara el control. Antes que pudiera siquiera sentir miedo, ya estábamos aterrizando de emergencia en los terrenos baldíos del colegio St. George. Por suerte y gracias a la pericia de mi profe, sin un solo rasguño.
Andrew Stanton, guionista de varias películas, entre ellas Buscando a Nemo y Toy Story, es reconocido por sus colegas por decir «Falla rápido. Equivócate tan pronto como puedas«. Al igual como nadie puede aprender a andar en bicicleta leyendo un manual de instrucciones, nadie puede aprender cosas nuevas sin fallar. Mucho menos aprender a volar.
El hecho de que hayamos tenido esa emergencia en planeador, me permitió aprender, de la forma más drástica y rápida posible, sobre una situación que pudo haber sido fatal. La configuración del planeador con sus frenos aerodinámicos, que se abrieron de improviso en el despegue sin que nos diéramos cuenta, no permitía que el avión que nos remolcaba pudiera tener su ascenso normal. El planeador con sus frenos desplegados actuaba como un lastre, ejerciendo gran resistencia para ese monomotor de 180 caballos. Esto nunca lo olvidé, por lo que estaba seguro que esa falla no formaría parte de mis riesgos futuros. Ya había aprendido la lección y había podido comprobar la versatilidad de esas naves para poder aterrizar casi en cualquier parte.
Inmediatamente después del incidente, se me dio la instrucción de despegar nuevamente, pero esta vez solo. Si no lo hacía en esa misma mañana y lo antes posible, la probabilidad de que abandonara el curso era muy alta y, con ello, uno de mis sueños de ser piloto.
Entonces, ¿cuál es la lección que aprendí? Fallar es consecuencia de intentar cosas nuevas, por lo que debemos sacudirnos de lo que ello significa, entendiendo que en cada falla, nos volvemos más expertos. Los errores son el pavimento del camino al éxito, que aunque doloroso y difícil, tienen un estrecho vínculo con el éxito y no nos debe avergonzar, ya que es la única forma de progresar y aprender. Lo importante es desarrollar mecanismos que nos permitan reaccionar adecuadamente ante un error, sin que sean las emociones las que intervengan.
Emprender es caer y volver a levantarse. No me olvidaré jamás de lo que sentí en ese segundo vuelo que tuve que realizar esa fría mañana, esta vez solo, minutos después de haber tenido un incidente complejo. Pero quienes me motivaron a tener la valentía de volver a volar, tenían claro el por qué lo hacían. Yo también tengo claro por qué te estoy contando esta historia de fracaso.
Todo el mundo disfruta con una historia de éxito. Vivir nuestras fantasías a través de los que han alcanzado el éxito nos da la esperanza de que nos ocurra a nosotros. Pero escuchar esas historias no nos hace ningún favor, porque esos relatos no son el cuadro completo: las luchas, los golpes duros, las derrotas que preparan el terreno para la gran victoria final normalmente no están reflejadas en esas historias. El hecho es que, aunque hay un número infinito de formas en que los empresarios de éxito ganan su dinero, sólo hay una cosa que todos tienen en común: el fracaso.
Cuando se emprende, se trabaja en base a hipótesis, las que debemos comprobar. La famosa prueba y error, que nos permite a través de la experimentación y la re-adecuación de la estrategia, conseguir finalmente el objetivo buscado, es lo que denominamos iteración. En el mundo del emprendimiento y de las startups se llama pivotar .
Comienza a pivotar más en tu vida, como una estrategia de aprendizaje permanente, no solo en el mundo de los negocios. Si las cosas no andan bien, aproxima al problema desde un punto de vista distinto, rediseña el plan y céntrate en la nueva oportunidad que podrías descubrir en el proceso. Lo importante es que siempre tengas conciencia de los riesgos y generar los mecanismos para que estos sean acotados.
No faltan ejemplos de grandes éxitos que tuvieron que luchar antes de convertirse en los ganadores que ahora conocemos. El muchas veces ganador del Oscar Steven Spielberg fue rechazado en la escuela de cine de la U.S.C. Thomas Edison pasó por miles de prototipos antes de perfeccionar su bombilla y El «Coronel» Harland Sanders no triunfó con KFC hasta los 68 años.
Como ves, fallar es parte del camino. Ponte de pie nuevamente y emprende el vuelo. No le tengas miedo a las críticas… «Sólo hay una manera de evitarlas: no hacer nada, no decir nada y no ser nada.». No lo digo yo, lo dijo Aristóteles.