A veces la vida nos sorprende con encuentros inesperados, como el que viví hace unos días. Una persona que no conocía me propuso almorzar juntos. Sin tener claro el propósito exacto de la reunión, acepté. Me entusiasma la idea de conocer gente nueva y contribuir, en la medida de lo posible, a su desarrollo.
Durante el almuerzo, mi interlocutor compartió una historia cargada de frustración y angustia. Había invertido como ángel en un emprendimiento por primera vez, confiando plenamente en el socio que ahora lo había traicionado, o al menos, así lo sentía él. «Como ahora ya no me necesita, me dio la espalda y soy el malo de la película», me dijo, expresando el dolor que le causaba la experiencia.
Escuché atentamente y, poniéndome el sombrero de coach, decidí no ofrecerle consejos rápidos. En lugar de eso, le hice preguntas para comprender mejor sus emociones. Así, la conversación nos llevó a explorar las expectativas que se había formado sobre la relación con el emprendedor y cómo esas expectativas se habían roto a medida que la empresa crecía. La sensación de haber sido dejado de lado, de haber perdido relevancia en el proceso de toma de decisiones, era lógica, pero también más compleja.
Y es que, cuando construimos imágenes idealizadas sobre las personas con las que trabajamos, proyectando en ellas nuestros valores y maneras de ver el mundo, corremos el riesgo de vivir profundas desilusiones. En el ámbito de los emprendimientos, estas situaciones no son raras. He visto una y otra vez cómo inversionistas ángeles que, en un momento crítico fueron el salvavidas de una startup, terminan siendo percibidos como villanos ante el primer conflicto o desacuerdo. Los fundadores, impulsados por el éxito y el crecimiento, a veces olvidan que el apoyo inicial fue clave y han llegado a reprocharle a su inversor que «entró barato» o «ha multiplicado muchas veces su inversión». Peor aún, he presenciado casos en los que los minoritarios han sufrido maniobras desleales, actos de injusticia que han impactado en su patrimonio de manera directa, erosionando la confianza de por vida.
Pero más allá de señalar culpables, creo firmemente en la necesidad de comprender las reglas del juego desde el comienzo. No existen los buenos y los malos en estas relaciones. Al entrar en una relación de inversión, es crucial tener claro cuáles son las tesis de inversión, cómo se tomarán las decisiones importantes y cuáles serán las estructuras de gobernanza que garantizarán el equilibrio y la transparencia. Confiar solo en la “buena onda” o la amistad forjada, es un camino riesgoso. Un marco legal sólido es indispensable.
La realidad es que el crecimiento de una empresa trae consigo nuevas exigencias, y a veces implica cambios en el liderazgo que pueden ser dolorosos para los fundadores. Solo un sistema de gobierno efectivo permitirá que esas transiciones se manejen con el respeto y la serenidad necesarios. Informarse y actuar profesionalmente, desde ambos lados de la mesa, puede prevenir conflictos que, de otra manera, terminan lastimando las relaciones y socavando las oportunidades de éxito.
Este es un llamado a la reflexión. No podemos olvidar el papel que juega un mentor o un inversionista en los primeros años de una empresa, ni menos podemos aprovechar nuestro poder para usarlo en su contra cuando las circunstancias cambian. El éxito de cualquier emprendimiento está basado en la colaboración, la reputación y la gratitud. Porque crecer, sin perder de vista el respeto hacia quienes nos ayudaron a dar los primeros pasos, es la verdadera medida del éxito.